Presentación del Informe Final
de la Comisión de la Verdad y Reconciliación



Discurso de Salomón Lerner Febres,
presidente de la CVR

Lima, 29 de agosto 2003.

¿Opinar,
colaborar?
Excelentísimo señor Presidente de la República, señorita presidenta del Consejo de Ministros, señores ministros de Estado, señores congresistas, señor Defensor del Pueblo, señores altos funcionarios del Estado, señor jefe del comando conjunto de las Fuerzas Armadas, señores comandantes generales de los institutos de las fuerzas armadas y Policía Nacional, señores miembros del cuerpo diplomático acreditado en el Perú, señoras y señores representantes de organizaciones de víctimas, damas y caballeros:

La historia del Perú registra más de un trance difícil, penoso, de auténtica postración nacional. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente con el sello de la vergüenza y el deshonor como el fragmento de historia que estamos obligados a contar en las páginas del informe que hoy entregamos a la Nación. Las dos décadas finales del siglo XX son — es forzoso decirlo sin rodeos — una marca de horror y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos.

La exclusión absoluta
Hace dos años, cuando se constituyó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, se nos encomendó una tarea vasta y difícil: investigar y hacer pública la verdad sobre las dos décadas de origen político que se iniciaron en el Perú en 1980. Al cabo de nuestra labor, podemos exponer esa verdad con un dato que, aunque es abrumador, resulta al mismo tiempo insuficiente para entender la magnitud de la tragedia vivida en nuestro país: la Comisión ha encontrado que la cifra más probable de víctimas fatales en esos veinte años supera los 69 mil peruanos y peruanas muertos o desaparecidos a manos de las organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado.
No ha sido fácil ni mucho menos grato llegar a esa cifra cuya sola enunciación parece absurda. Y sin embargo, ella es una de las verdades con las que el Perú de hoy tiene que aprender a vivir si es que verdaderamente desea llegar a ser aquello que se propuso cuando nació como República: un país de seres humanos iguales en dignidad, en el que la muerte de cada ciudadano cuenta como una desventura propia, y en el que cada pérdida humana –si es resultado de un atropello, un crimen, un abuso– pone en movimiento las ruedas de la justicia para compensar por el bien perdido y para sancionar al responsable.
Nada, o casi nada, de eso ocurrió en las décadas de violencia que se nos pidió investigar. Ni justicia, ni resarcimiento ni sanción. Peor aún: tampoco ha existido, siquiera, la memoria de lo ocurrido, lo que nos conduce a creer que vivimos, todavía, en un país en el que la exclusión es tan absoluta que resulta posible que desaparezcan decenas de miles de ciudadanos sin que nadie en la sociedad integrada, en la sociedad de los no excluidos, tome nota de ello.
En efecto, los peruanos solíamos decir, en nuestras peores previsiones, que la violencia había dejado 35 mil vidas perdidas. ¿Qué cabe decir de nuestra comunidad política, ahora que sabemos que faltaban 35 mil más de nuestros hermanos sin que nadie los echara de menos?

Un doble escándalo
Se nos pidió averiguar la verdad sobre la violencia, señor Presidente, y asumimos esa tarea con seriedad y rigor, sin estridencias, pero, al mismo tiempo, decididos a no escamotear a nuestros compatriotas ni una pizca de la historia que tienen derecho a conocer. Así, nos ha tocado rescatar y apilar uno sobre otro, año por año, los nombres de decenas de miles de peruanos que estuvieron, que deberían estar y que ya no están. Y la lista, que entregamos hoy a la Nación, es demasiado grande como para que en el Perú se siga hablando de errores o excesos de parte de quienes intervinieron directamente en esos crímenes. Y la verdad que hemos encontrado es, también, demasiado estridente y rotunda como para que alguna autoridad o un ciudadano cualquiera pueda alegar ignorancia en su descargo.
El informe que hoy presentamos expone, pues, un doble escándalo: el del asesinato, la desaparición y la tortura masivos, y el de la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de quienes pudieron impedir esta catástrofe humanitaria y no lo hicieron.
Hemos afirmado que el dato numérico es abrumador, pero insuficiente. Es cierto. Poco explica ese número o cualquier otro sobre las asimetrías, las responsabilidades y los métodos del horror vivido por la población peruana. Y poco nos ilustra, también, sobre la experiencia del sufrimiento que se abatió sobre las víctimas para no abandonarlas más. En este informe cumplimos con el deber que se nos impuso y con la obligación que contrajimos voluntariamente: exponer públicamente la tragedia como una obra de seres humanos padecida por seres humanos.
Hemos encontrado al cabo de nuestras investigaciones que de cada cuatro víctimas, tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua materna era el quechua. Se trata, como sabemos los peruanos, de un sector de la población históricamente ignorado por el Estado y por la sociedad urbana, aquélla que sí disfruta de los beneficios de nuestra comunidad política.
La Comisión no ha encontrado bases para afirmar, como alguna vez se ha hecho, que éste fue un conflicto étnico. Pero sí tiene fundamento para aseverar que estas dos décadas de destrucción y muerte no habrían sido posibles sin el profundo desprecio a la población más desposeída del país, evidenciado por miembros del PCP-Sendero Luminoso y agentes del Estado por igual, ese desprecio que se encuentra entretejido en cada momento de la vida cotidiana de los peruanos.
Diecisiete mil testimonios aportados voluntariamente a la Comisión nos han permitido reconstruir, siquiera en esbozo, la historia de esas víctimas. Los peruanos han sido testigo de ello en las audiencias públicas que organizamos en distintas localidades del país. Los peruanos han sentido, de seguro, el agobio en encontrar en los testimonios, una y otra vez, el insulto racial, el agravio verbal a personas humildes, como un abominable estribillo que precede a la golpiza, la violación sexual, el secuestro del hijo o la hija, al disparo a quemarropa de parte de algún agente de las fuerzas armadas o la policía. Nosotros, en el curso de nuestras diligencias, nos hemos sentido indignados, por otra parte, de oír de los dirigentes de las organizaciones subversivas explicaciones estratégicas sobre por qué era oportuno, en cierto recodo de la guerra, reducir por el terror cuando no aniquilar a ésta o aquélla comunidad campesina.
Mucho se ha escrito sobre la discriminación cultural, social y económica persistentes en la sociedad peruana. Poco han hecho las autoridades del Estado o los ciudadanos corrientes para combatir ese estigma de nuestra comunidad. Este informe muestra al país y al mundo que es imposible convivir con el desprecio, que éste es una enfermedad que acarrea daños muy tangibles. Desde hoy, el nombre de miles de muertos y desaparecidos estará aquí, en estas páginas, para recordárnoslo.

Responsables
Nuestro informe expone a todo el país la historia de miles de violaciones de los derechos humanos cometidos en las dos últimas décadas, crímenes de lesa humanidad practicados contra la sociedad y el Estado peruanos por las organizaciones subversivas o desde el Estado peruano por miembros de las fuerzas de seguridad. Es cierto que esos crímenes, abusos y atropellos no se dieron en el vacío, sino en una sociedad desde antiguo mal habituada a la violencia contra los más débiles. Sin embargo –queremos afirmarlo con rotundidad– nadie se debe escudar en los defectos de nuestra sociedad ni en los rigores de nuestra historia para evadir sus responsabilidades.
Es verdad —y esa es una lección mayor de este informe— que existe una culpa general, la culpa de la omisión, que involucra a todos los que dejamos hacer sin preguntar en los años de la violencia. Somos los primeros en señalarlo así. Pero al mismo tiempo advertimos que existen responsabilidades concretas que afrontar y que el Perú —como toda sociedad que haya vivido una experiencia como ésta— no puede permitir la impunidad. La impunidad es incompatible con la dignidad de toda nación democrática.
La Comisión ha encontrado numerosos responsables de crímenes y violaciones de los derechos humanos e –informamos de ello a la Nación– así lo estamos haciendo saber a las autoridades pertinentes, respetando siempre los requisitos y restricciones que señala la ley peruana para imputar un delito. La Comisión exige, y alienta a la sociedad peruana a exigir, que la justicia penal actúe de inmediato, sin espíritu de venganza, pero con energía y sin vacilaciones.
Sin embargo, este informe va, en realidad, más allá del señalamiento de respon-sabilidades particulares. Hemos encontrado que los crímenes cometidos contra la población peruana no fueron, por desgracia, atropellos de ciertos sujetos perversos que se apartaban, así, de las normas de sus organizaciones. Nuestras investigaciones de campo, sumadas a los testimonios ya mencionados y un meticuloso análisis documental, nos obligan a denunciar en términos categóricos la perpetración masiva de crímenes coordinados o previstos por las organizaciones o instituciones que intervinieron directamente en el conflicto.
Mostramos en estas páginas de qué manera la aniquilación de colectividades o el arrasamiento de ciertas aldeas estuvieron previstos en la estrategia del PCP-Sendero Luminoso. Junto con ello, el cautiverio de poblaciones indefensas, el maltrato sistemático, el asesinato como forma de impartir ejemplos e infundir temor conformaron una metodología del horror puesta en práctica al servicio de un objetivo —el poder— considerado superior al ser humano.
El triunfo de la razón estratégica, la voluntad de destrucción por encima de todo derecho elemental de las personas, fue la sentencia de muerte para miles de ciudadanos del Perú. Esta voluntad la hemos encontrado enraizada en la doctrina del PCP-Sendero Luminoso, indistinguible de la naturaleza misma de la organización en esos veinte años. Nos hemos topado con aquella razón estratégica en las declaraciones de los representantes de la organización, que transparentan una disposición manifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramientas para la consecución de sus objetivos. Por su carácter inherentemente criminal y totalitario, despectivo de todo principio humanitario, el PCP-Sendero Luminoso es una organización que, en cuanto tal, no puede tener cabida en una nación democrática y civilizada como la que deseamos construir los peruanos.

El Estado
Frente a un desafío tan desmesurado, era deber del Estado y sus agentes defender a la población —su fin supremo— con las armas de la ley. Debe quedar claro que el orden que respaldan y reclaman los pueblos democráticos no es el de los campos de concentración, sino aquél que asegura el derecho a la vida y la dignidad de todos. No lo entendieron así los encargados de defender ese orden. En el curso de nuestras investigaciones, y teniendo a mano las normas de derecho internacional que regulan la vida civilizada de las naciones, hemos llegado a la convicción de que, en ciertos periodos y lugares, las fuerzas armadas incurrieron en una práctica sistemática o generalizada de violaciones de derechos humanos y que existen fundamentos para señalar la comisión de delitos de lesa humanidad, así como infracciones al derecho internacional humanitario.
Como peruanos, nos sentimos abochornados por decir esto, pero es la verdad y tenemos la obligación de hacerla conocer. Durante años, las fuerzas del orden olvidaron que ese orden tiene como fin supremo a la persona y adoptaron una estrategia de atropello masivo de los derechos de los peruanos, incluyendo el derecho a la vida. Ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, masacres, violencia sexual contra las mujeres y otros delitos igualmente condenables conforman, por su carácter recurrente y por su amplia difusión, un patrón de violaciones de los derechos humanos que el Estado peruano y sus agentes deben reconocer para subsanar.
Tanta muerte y tanto sufrimiento no se pueden acumular simplemente por el funcionamiento ciego de una institución o de una organización. Se necesita, como complemento, la complicidad o al menos la anuencia de quienes tienen autoridad y por lo tanto facultades para evitar una desgracia. La clase política que gobernó o tuvo alguna cuota de poder oficial en aquellos años tiene grandes explicaciones que dar al Perú. Hemos reconstruido esta historia y hemos llegado al convencimiento de que ella no hubiera sido tan grave si no fuera por la indeferencia, la pasividad o la simple ineptitud de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos. Este informe señala, pues, las responsabilidades de esa clase política que, debemos recordarlo, no ha realizado todavía una debida asunción de sus culpas en la desgracia de los compatriotas a los que quisieron, y tal vez quieran todavía, gobernar.
Es penoso, pero cierto: quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para tener el honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia; quienes juraron hacer cumplir la Constitución que los peruanos se habían dado a sí mismos en ejercicio de su libertad, optaron con demasiada facilidad por ceder a las fuerzas armadas esas facultades que la Nación les había dado. Quedaron, de este modo, bajo tutela las instituciones de la recién ganada democracia; se alimentó la impresión de que los principios constitucionales eran ideales nobles pero inadecuados para gobernar a un pueblo al que –en el fondo– se menospreciaba al punto de ignorar su clamor, reiterando la vieja práctica de relegar sus memoriales al lugar al que se ha relegado, a lo largo de nuestra historia, la voz de los humildes: el olvido.
En un país como el nuestro, combatir el olvido es una forma poderosa de hacer justicia. Estamos convencidos de que el rescate de la verdad sobre el pasado –incluso de una verdad tan dura, tan difícil de sobrellevar como la que nos fue encomendado buscar– es una forma de acercarnos más a ese ideal de democracia que los peruanos proclamamos con tanta vehemencia y practicamos con tanta inconstancia.
En el momento en que la Comisión de la Verdad y Reconciliación fue instituida, el Perú asistía, una vez más, a un intento entusiasta de recuperar la democracia perdida. Y sin embargo, para que ese entusiasmo tenga fundamento y horizonte, creemos indispensable recordar que la democracia no se había perdido por sí sola. La democracia fue abandonada poco a poco por quienes no supimos defenderla. Una democracia que no se ejerce con cotidiana terquedad pierde la lealtad de sus ciudadanos y cae sin lágrimas. En el vacío moral del que medran las dictaduras las buenas razones se pierden y los conceptos se invierten, privando al ciudadano de toda orientación ética: la emergencia excepcional se vuelve normalidad permanente; el abuso masivo se convierte en exceso; la inocencia acarrea la cárcel; la muerte –finalmente– se confunde con la paz.
El Perú está en camino, una vez más, de construir una democracia. Lo está por mérito de quienes se atrevieron a no creer en la verdad oficial de un régimen dictatorial; de quienes llamaron a la dictadura, dictadura; a la corrupción, corrupción; al crimen, crimen. Esos actos de firmeza moral, en las voces de millones de ciudadanos de a pie, nos demuestran la eficacia de la verdad. Similar esfuerzo debemos hacer ahora. Si la verdad sirvió para desnudar el carácter efímero de una autocracia, está llamada ahora a demostrar su poderío, purificando nuestra República.
Esa purificación es el paso indispensable para llegar a una sociedad reconciliada consigo misma, con la verdad, con los derechos de todos y cada uno de sus integrantes. Una sociedad reconciliada con sus posibilidades.

Señor Presidente:
El informe que presentamos a usted, y por intermedio suyo a toda la Nación, contiene un serio y responsable esfuerzo de reflexión colectiva sobre la violencia que vivió el Perú a partir de mayo de 1980. Se ha elaborado sobre la base de 16,986 testimonios recogidos en todo el territorio nacional de la boca de miles de peruanos, hombres y mujeres en su mayoría humildes que nos abrieron sus puertas y sus corazones, que consintieron en recordar –para instrucción de sus compatriotas– una verdad que cualquier persona quisiera olvidar, que tuvieron la valentía de señalar a responsables de graves crímenes y la entereza de compartir su dolor y, también, su terca esperanza de ser, algún día, reconocidos como peruanos por sus propios compatriotas.
Las voces de peruanos anónimos, ignorados, despreciados, que se encuentran recogidas en estos miles de páginas, deben ser –son– más altas y más limpias que todas aquellas voces que, desde la comodidad del poder y del privilegio, se han apresurado a levantarse en las últimas semanas para negar de antemano, como tantas veces ha ocurrido en nuestro país, toda credibilidad a sus testimonios y para cerrar el paso a toda corriente de solidaridad con los humildes.
Creemos, Señor Presidente, que ya no será posible acallar los testimonios aquí recogidos y puestos a disposición de la Nación entera. Nadie tiene derecho a ignorarlos y, menos que nadie, la clase política, aquellos ciudadanos que tienen la aspiración –legítima, aunque no siempre entendida con rectitud– de ser gobernantes y por tanto de ser servidores de sus compatriotas, según mandan los principios de la democracia. Mal harían los hombres y mujeres políticos, mal haríamos todos, en fingir que esta verdad, que estas voces, no existen, y en encogernos de hombros ante los mandatos que surgen de ella: hacer justicia en el doble sentido de dar reparaciones por los daños sufridos y de imponer castigos justos, no venganzas, a los culpables, y llevar a cabo las transformaciones de nuestro Estado y sociedad que impidan que una desgracia como la que vivimos se pueda repetir.
Asumir las obligaciones morales que emanan de esta informe –la obligación de hacer justicia y de hacer prevalecer la verdad, la obligación de cerrar las brechas sociales que fueron el telón de fondo de la desgracia vivida– es tarea de un estadista, es decir, de un hombre o una mujer empeñado en gobernar para mejorar el futuro de sus conciudadanos.
Al hacer a usted, señor Presidente, depositario de este informe, confiamos en dejarlo en buenas manos. No hacemos, en todo caso, otra cosa que devolver al Estado, que usted representa, ya debidamente cumplido el honroso encargo que se nos confió: el informe final de nuestras investigaciones, en el que se recoge la verdad y solamente la verdad que hemos sido capaces de averiguar para conocimiento y reflexión de nuestros conciudadanos.

Señor Presidente,
compatriotas,
amigos:
Empecé afirmando que en este informe se habla de vergüenza y de deshonra. Debo añadir, sin embargo, que en sus páginas se recoge también el testimonio de numerosos actos de coraje, gestos de desprendimiento, signos de dignidad intacta que nos demuestran que el ser humano es esencialmente magnánimo. Ahí se encuentran quienes no renunciaron a la autoridad y la responsabilidad que sus vecinos les confiaron; ahí se encuentran quienes desafiaron el abandono para defender a sus familias convirtiendo en arma sus herramientas de trabajo; ahí se encuentran quienes pusieron su suerte al lado de los que sufrían prisión injusta; ahí se encuentran los que asumieron su deber de defender al país sin traicionar la ley; ahí se encuentran quienes enfrentaron el desarraigo para defender la vida. Ahí se encuentran: en el centro de nuestro recuerdo.
Presentamos este informe en homenaje de todos ellos y de todas ellas. Lo presentamos, además, como un mandato de los ausentes y de los olvidados a toda la Nación. La historia que aquí se cuenta habla de nosotros, de lo que fuimos y de lo que debemos dejar de ser. Esta historia habla de nuestras tareas. Esta historia comienza hoy.

Salomón Lerner Febres
Presidente
Comisión de la Verdad y Reconciliación



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Actualizado el 6/9/03 - © Textual - París, 2003




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