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El secuestro, el robo del cadáver de José María Arguedas (porque esto es exactamente lo que ha ocurrido y no otra cosa, puesto que no se respetó la voluntad de la viuda ni de otros familiares inmediatos del extinto) es un hecho desolador y bochornoso, necrófago, impensable en cualquier lugar civilizado del mundo, incluso en el Perú caótico y desmadejado de hoy. Los que a escondidas han cometido la fechoría aparentan haber actuado así por fidelidad a la memoria del escritor, pero se olvidan que éste nunca pidió este retorno infeliz, forzado o no forzado, a su tierra.
Es más, en su hora postrera, José María instruyó con minucia y detalle sobre cómo quería que fueran sus exequias (obviamente en Lima, lo queramos o no la ciudad de "todas las sangres" donde él se hizo maestro y creador). Y, sabiendo lo que él representaba para los otros, reclamó la compañía final de la juventud, de los trabajadores y del pueblo peruano en general, no una ceremonia particularista, regional, excluyente, en la que involuntariamente sus restos, su imagen y su memoria se convierten en "patrimonio" de sólo unos cuantos.
La verdad de todo esto es que algunos muertos no tienen suerte y no siempre descansan de verdad en paz, como merecerían, porque siempre habrá algún vivo que intentará aprovecharse de sus despojos con inconfesables fines. El respeto, la memoria, la fidelidad son los pretextos. Lo que mueve en realidad a los violadores de tumbas es intentar lucrar con el muerto, apropiarse de unas hilachas de su gloria, granjearse el beneficio inmediato que da la polémica y el escándalo para convertirlos luego en ganancia política, electoral, en clientelismo de club regional, en componenda y compadrazgo de chichería.
Lo afirmo rotundamente, José María Arguedas nunca estuvo de acuerdo con estas mojigangas, que se lo pregunten a Máximo Damián, a Racila Ramírez, a Jaime Guardia, y a otros de sus amigos más cercanos, apurimeños o ayacuchanos, huancaínos o chimbotanos. No a los notables de hoy, que sin haber leído al maestro, y menos haber meditado en lo que fue su combate esencial, se han permitido tocar sus restos para medrar con su nombre.
Otro gran escritor peruano, César Vallejo, descansa tranquilo en París, protegido por la distancia y la lápida que su viuda puso sobre su tumba, en el cementerio de Montparnasse: "César Vallejo, que siempre quiso descansar aquí". Pero protegido sobre todo por el tino y el buen entendimiento que los peruanos, gobernantes y lectores de toda edad, siempre han tenido de que él está bien donde está porque su vida fue como fue y su agonía y muerte fueron como fueron. Ningún político de alta o poca monta tiene derecho a hacer discursos al respecto y menos a sacar tajada de su sueño final, sobre todo después de que el poeta nunca recibiera, en vida, muestras de mayor consideración oficial. No me cuesta mucho imaginar el conflicto que se armaría si a algún robacadáveres o traficante de huesos célebres se le ocurriera intentar alterar el reposo del santiagochuquino universal.
José María Arguedas, el amigo y maestro de mi generación -al que cantando y llorando, esa tarde terrible de diciembre de 1969, llevamos hasta El Ángel en una multitudinaria manifestación que lo hubiera reconfortado-, no ha tenido esta dicha y sus restos están ahora embarcados en un insomne e involuntario periplo, en manos de una banda de señores de pueblo, de esa laya de "principales" que él siempre aborreció.
Pido a las autoridades peruanas, a las más altas en particular, que pongan cuanto antes término a este atropello carnavalesco que nos cubre de vergüenza a todos los que queremos a nuestro país y a sus mejores hijos. Los responsables políticos del Perú, en todos los escalones, más harían por el futuro de la patria, por nuestra juventud y nuestro pueblo, protegiendo la lectura, editando libros en forma masiva, divulgando intensamente la obra de Arguedas, de Vallejo, de Alegría, de Scorza, etc., que dedicándose a, o permitiendo, la necrofagia y otros siniestros excesos.
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