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El general Augusto Pinochet continúa detenido en Londres, mientras sus partidarios y detractores vuelven a las calles, en Europa y América. El Estado chileno, entretanto, mantiene su defensa del "senador vitalicio" levantando la bandera de la soberanía. Este artículo, escrito por un peruano que vive en Francia, critica, de manera algo furibunda, esa estrategia asumida -sin ninguna vergüenza, según él- por quienes antes fueron perseguidos por el dictador.
CUANDO se publique este papel, la suerte del general Pinochet tal vez esté ya echada, pero, sea cual sea la decisión de la Cámara de los Lores, una cosa ha llamado la atención en estos cien días de justicia y debe ser destacada: el comportamiento cínico de algunos políticos chilenos, de algunos socialistas que hoy ostentan cargos públicos que van del ministerio a la embajada, del sillón del Senado a la diputación, y que han evidenciado más su amor al cargo y a las prebendas que conlleva el poder que su fidelidad a ciertos principios.
La conducta de unos y otros frente a la "papa caliente" que significaba tener al sanguinario ex tirano preso y al borde de un juicio integral por sus crímenes, ha sido una clara y contundente lección de lo que puede hacer el poder con la moral de cierta gente que, en nombre de la política, pisotea toda ética y toda decencia. No estoy atacando a todos los socialistas chilenos, por supuesto, pero sí señalando a quienes se llevan la palma en este comportamiento turbio, y, en primer lugar, sin duda, al habilísimo canciller José Miguel Insulza.
Pasados los iniciales momentos de confusión, y sabiendo perfectamente lo que hacía y decía, Insulza ha jugado en Europa un juego que sería infantil si no fuera siniestro. Como si la opinión pública pudiera ser sorprendida impunemente, ha agitado el espejito de una justicia chilena independiente, valiente y proba; ha intentado hacer creer que, llegado el caso, ésta sería capaz de juzgar a Pinochet en Chile si los magistrados y poderes europeos lo soltaran y lo dejaran volver a casa. Todos sabemos que el monstruo nunca más sería juzgado. Insinuar, prometer esto es pues una indecencia. Cuán diferente a la impostura de Insulza el leal desprecio por el ex tirano de otro chileno, el escritor Luis Sepúlveda, quien ha declarado que, llegado el caso, si se le juzgara en Londres o en España, o en la Cochinchina, donde sea posible hacerlo, él le pagaría un abogado para que "tenga reconocido su derecho a la defensa, derecho que no tuvieron nunca sus víctimas".
Otro de los leales servidores del Estado, del presupuesto y del cargo, antes que de la verdad histórica, es el actual embajador de Chile en Londres, Mario Artaza, un antiguo exiliado, un perseguido de la dictadura que, en lugar de renunciar al cargo dignamente tras la caída en manos de la policía del viejo golpista, del asesino de sus amigos y compañeros, ha terminado siendo el portavoz de los que lo defienden, del gobierno variopinto que ha asumido con todo su prontuario de matarife a Pinochet, con quien pactó una transición amnésica (y autoamnistiada) y a quien nunca pudo o, peor aún, nunca quiso juzgar.
Ambos, Insulza y Artaza, levantan la bandera de la soberanía chilena mancillada, y en los salones agitan el espantajo del desorden y la división en Chile, del nuevo golpe que se arriesgaría, como si nadie supiera que Pinochet no concibió ni planeó ni financió su golpe. Y todos estos males los estarían sembrando los jueces españoles y británicos que se interesan por el general del 11 de setiembre de 1973. ¡Cómo les pesa toda esta agitación leguleya que altera la quietud que en los últimos nueve años han trenzado democristianos, socialistas y ex golpistas, a espaldas de un pueblo que poco ha visto del auge económico y que nunca fue consultado realmente sobre si quería o no esa paz de espadones disfrazados de demócratas!
Conocí al ministro Insulza en París, hace algunos años, en una conferencia de prensa que dio en la embajada de su país. Al mismo tiempo, el general Pinochet hacía uno de sus habituales viajes a Inglaterra (le encantaba Londres, donde eventualmente podía tomar una taza de té con su amiga Margaret Thatcher). El general había sido invitado, se decía, a visitar fábricas de armamento. Interrogado lógicamente por una periodista sobre cómo se daba esa convivencia "sui generis" de los perseguidos de ayer con su perseguidor, de la democracia con el general que la supervisaba tras haber acomodado la Constitución con su propia salsa, Insulza barrió a la colega con una mirada autosuficiente y soberbia y con dos frases abolió la crítica implícita de la pregunta.
Fue muy diplomático, claro está, pero su sonrisa y sus medias palabras fueron rotundas: los socialistas chilenos que estaban en el gobierno sabían lo que hacían y no tenían ninguna lección que recibir de nadie, y menos de gente que estaba en el exterior, comiendo tal vez a expensas de un exilio que él y otros responsables del gobierno habían despreciado para volver a integrarse y a trabajar por su país. Todo muy legítimo, por supuesto, a condición de no estar dispuestos a transigir hasta el tuétano en algunos asuntos, como por ejemplo la impunidad de los golpistas, asesinos y torturadores, o la memoria de los muertos, o la sangre de los vejados y torturados. Pinochet había cazado a sus enemigos de forma ignominiosa e impune, incluso en el extranjero. ¿Se podía, se debía convivir luego con él en nombre de la armonía chilena o universal? Muchos chilenos y, felizmente, jueces dignos de ese nombre, actuando en plena legalidad, pues sus connacionales también estuvieron entre las víctimas, han dicho que no.
Y también han dicho no los familiares de las víctimas de la dictadura que por veinticinco años esperaron que alguien les haga justicia. Como dicen no desde sus sepulturas, conocidas y desconocidas, las víctimas mismas del "senador vitalicio" y de sus amnistiados secuaces. ¿Qué otra cosa podrían decir todos aquellos que dejaron la vida en el estadio de Santiago, con las manos rotas como el entrañable Víctor Jara, o los fusilados en los campos del desierto, o los degollados en las acequias, o los aniquilados de la resistencia? Todos aquellos que, como dice Sepúlveda, no se pudieron defender y que nunca soñaron siquiera que un día un juez español los rescataría del infierno del olvido. Todos esos hombres y mujeres que no llegaron nunca a los salones rutilantes, a los ministerios y a las embajadas y que se quedaron simplemente en el camino, muertos, culpables de haber caído en un combate en el que no bastaba con soñar. Para ellos las cosas quedaron claras y ajustadas en los términos que quiso un feroz golpista.
Para otros, la lucha por un mundo mejor era la lucha por una vida mejor, pero para ellos, e implicaba también ambicionar y encumbrarse, cínicamente, "políticamente".
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